martes, 26 de agosto de 2008

La Revelación - Paúl Muro

Aquella extraña monomanía me condujo sin duda, al lugar donde estoy ahora.
Siempre había inquietud por la naturaleza y todo lo que representaba la vida, es así que me dedicaba en cuerpo y mente al estudio de los seres vivos; sin embargo al cumplir los quince años  fecha clave para una mujer  un suceso echó por tierra éste divertimento, y ahora se que selló para siempre mi futuro, así son los terribles designios del Dios Destino.
El mencionado acontecimiento fue la muerte de mi querido tío Robert, hecho que conmocionó a toda mi familia, perteneciente a la rancia aristocracia local. Los Gilberti de alguna forma parientes de los Morillo, perdieron el 11 de febrero de 1935 a uno de sus más jóvenes miembros y lo que es más grave, el óbito se dio en las más ignotas circunstancias, nunca se supo si fue un terrible accidente, un cruel asesinato o un suicidio pérfida y cuidadosamente premeditado.
Sin importar realmente cuál fue la causa del deceso de mi entrañable tío  que contaba al momento de su muerte con tan sólo veinte y siete años , el hecho que verdaderamente giró en trescientos sesenta grados mi vida, fue presenciar el amortajamiento de su cadáver, situación por demás prohibida para una niña de mi edad, pero que por lo imprevisto de la muerte del hermano de mi padre logré presenciar.
Mi tío mayor, Augusto Claudio  tan magníficamente vestido como un general romano  auxiliaba al cirujano para disimular en algo el horrible estado del maltrecho cuerpo de mi difunto familiar, la multiplicidad de laceraciones hacían dificultosa la labor del médico, el profundo olor del formol, la putrescencia de aquella carne sin vida, y el excesivo calor de aquel verano convertían a la estancia en un escenario extraído del Meguido.
No obstante la dureza del espectáculo, algo me obligaba a mirar y mirar, un velo de misterio emanaba de aquel acto, era como si dos membranosas y huesudas manos atenazaran mi rostro y lo dirigieran hacia aquella triste escena.
El sepelio de mi tío fue uno de los más solitarios que yo haya visto, su cadáver fue enterrado en el panteón familiar, la cristiandad no hubiera permitido jamás que aquel cajón fuera depositado en tierra sagrada, por contener el cuerpo de una persona sospechosa de haberse suicidado e involucrada en perfidias sin nombre, era el mal hablar de la gente.
Al terminar el entierro me dirigí a mis aposentos para reflexionar, comprendía que los últimos sucesos habían modificado mi pasión hacia todo lo bello y bien hecho, pues ahora me excitaba todo lo deforme y contrahecho; pero había algo más hondo, más poderoso, mi nuevo deseo era observar el proceso del amortajamiento, ver el rostro de los muertos descansando en su ataúd...deseaba, aunque parezca ilógico observar el rostro de la muerte.
Así decidida, apliqué todo mi interés en recorrer la ciudad y leer el periódico diariamente en busca de algún velorio, sobre éste último punto no había ningún problema, ya que nosotros siempre comprábamos “La Voz”, ahí podía yo ojear el obituario y saber en que lugar se efectuaría algún sepelio.
Mi primer sepelio fue el de una pequeña niña, de nombre Zoraida, muerta por coincidencia en forma similar a la de mi tío. La infante, por lo que pude saber había sido destrozada por un camión, lo que hizo muy dificultoso “reconstruir” su cadáver y presentarlo en forma humana ante los demás, sus padres no quisieron cerrar la tapa del féretro, deseaban que todos se despidieran de su angelito.
Me conmovió aquella visión, la violenta muerte no había hecho posible que sus seres queridos cierren los ojos de la mujercita, al acercarme al ataúd observé unos ojos negros, nerviosos, abiertos y sin vida, pero a la vez despiertos, su rostro parecía una máscara colocada sobre un cuerpo surcado por laceraciones y costuras.
La fija mirada se quedó en mi mente muchos días, no pudiendo dormir, la pequeña era personaje infaltable en mis pesadilla, me llamaba, me invitaba a ser participe de sus juegos; sin embargo un ambiguo sentimiento de atracción y rechazo me dominaba, a la semana siguiente acudí a mi segundo sepelio, esta vez el rito sería en la calle Real, una de las principales vías de la ciudad.
Entré, saludé tímidamente a la familia y me aproximé al cajón, al observar por la tapa aún abierta de la caja pude ver un rostro viejo, atormentado por el dolor, mucho más oscuro de lo que era en vida, la Señora Ramos había padecido una penosa enfermedad, sus manos estaban entrelazadas agarrando entre sus blanquecinas manos un rosario, señal de fe y devoción hacia algo inexistente.
Alrededor, la familia sollozaba quedamente, no obstante ese día no alcancé observar el semblante de la muerte en aquella morada dominada por la letanía.
Descansé, descansé mucho aquella fría tarde de mayo, desde la ventana de mi habitación podía ver, allá a lo lejos el panteón familiar, siempre lo había tomado como un viejo legado, que representaba el poderío  ahora disminuido  de mi linaje, sin embargo desde el deceso de mi tío y de la aparición de mi extraña monomanía, lo sentía como algo vivo, ¡ que paradoja ! Algo que resguardaba los muertos, ¿podría poseer siquiera un hálito de vida?
Muchos fueron los ritos fúnebres a los que asistí, ya sea sola o con mis familiares, fueron tantos, que mis parientes se empezaron a preocupar, no pocas personas les habían manifestado su intranquilidad, ya que incluso me quedaba a acompañar a los deudos hasta muy tarde, y sin embargo nada extraño apareció, ¿qué buscaba? Con seguridad no lo se.
Una tarde me obligaron a permanecer en cama, me había debilitado mucho por hacer caso a mi locura de observar el mayor tiempo a los difuntos en sus sepulcrales camas, mi madre me dijo que no quería usar la fuerza conmigo y mi señero padre se mostró aún más serio que de costumbre con mi estado.
Fue en esas tardes de fiebre, debilitamiento y calmantes que presencié una aparición. Me había aproximado a la ventana para ver la tenue luz del sol de esa fría tarde, cuando de pronto vi cruzar la gruesa reja que da entrada a nuestra villa a un hombre vestido impecablemente de negro, a los casi trescientos metros de distancia no pude ver claramente su rostro, pero se dirigía con paso firme hacía el mausoleo de los Gilberti.
La desesperación me venció, ¿quién sería aquel hombre y cuál era su intención? Me puse mi pequeño saco e intenté salir por la puerta de mi dormitorio, más estaba con llave, forcejee un pequeño lapso de tiempo, y luego desesperada escapé por la ventana de mi habitación, mi cuerpo se deslizó suavemente por las enredaderas, y corrí a investigar quién era aquel caballero, y qué misteriosa intención tenía con nuestro panteón particular.
A cada veloz paso de mis piernas, mi frágil corazón parecía salir de su caja protectora, amenazando con abandonarme. Al estar muy cerca empecé a comprender de quien se trataba, más no podía estar completamente segura. A escasos pasos el hombre había entrado ya a la cripta familiar, dos minutos después y con el pulso aceleradísimo también ingresé yo, pero ahí en ese mohoso recinto no había nadie, sólo la veintena de desgastados ataúdes de mis antecesores. En aquel desconcierto, oí la quejumbrosa reja de la entrada abrirse nuevamente, me sobresalté, volteé y eran mis padres, quienes estaban muy furiosos con mi evasión, de inmediato me cubrieron con una manta sacándome de ahí, exaltados expresaron que ese no era lugar para una bella muchacha como yo, empezó a llover y nuestro paso se hizo más rápido hacia nuestra casa.
No supe como explicarles porqué me encontraba en ese lugar, pero pude ver el desconcierto y la preocupación en sus rostros, parecía leer en sus miradas entrelazadas: ¿qué harían conmigo? Y sin embargo mi tío Robert tan vivo como lo vi de espaldas, desapareció en aquella cripta.
Mi recuperación se debió a los cuidados de mis padres y a la paciencia de mi ama de llaves, Clementina, mujer que por siempre había servido a los Gilberti y que siempre repetía que éramos la familia con más abolengo de la ciudad.
Julio fue el mes que estuve totalmente recuperada; pero sería también el mes de mi dieciseisavo cumpleaños. Luego de la celebración y de una fiesta familiar donde nada faltó, recuperé el tiempo que había faltado a la escuela, haciendo mis tareas e interesándome por la poesía, aquel entretenimiento de gentes sensibles y profundas.
Dos meses después murió la vieja Aracely Sánchez, una modesta mujer de la calle San Roque, que murió en la absoluta miseria y abandono; sin embargo gracias a la solidaridad de los vecinos se le pudo comprar un muy modesto ataúd, al llegar a aquella vetusta vivienda, con paredes de adobes carcomidos por la humedad, la gente allegada a la difunta se desconcertó por mi presencia, no podían comprender el interés de una aristócrata en aquella vivienda de la clase baja.
Sin embargo esa noche sería mi condena, no había un ambiente especial en aquel velorio, no era diferente que las anteriores reuniones adoratorias a los muertos a las cuales había ido. Me acerqué al cajón, luego de tanto tiempo sentí nuevamente aquel influjo y magnetismo dirigido por Osiris y sus cuarenta y dos demonios asistentes, muchos minutos transcurrí con la mirada fija en aquel ser exangüe. Tanto miré y miré que de pronto ocurrió lo que no debiera haber sucedido, ¿ a qué deidad ofendí con mi grosero comportamiento ? ¡Los ojos de la vieja se abrieron inmensos y me miraron tan fijamente como yo los contemplaba! ¡La enajenación tomó mi alma y proferí un alarido de horror, un alarido de muerte! Inmediatamente la gente se arremolinó en torno a mi, tratando de tranquilizarme, sentí dos brazos sujetarme con vehemencia, pero aún no había acabado mi éxtasis, empecé a gritar: ¡Abrió los ojos, abrió los ojos ! ¡Mírenla! ¡Mírenla! Los parroquianos se sintieron más consternados con mis palabras.
Minutos después llegaron mis padres acompañados con un doctor, el señor Carrizales, que automáticamente aplicó un potente tranquilizante directamente en mi vena.
Al despertar estaba en un asilo de locos, “que triste destino de los Gilbertí” oí decir a mi madre tras la puerta de mi habitación, yo apenas podía mover algún músculo de mi cansado cuerpo, pero, ¿había encontrado lo que tanto buscaba? ¿ Había visto el rostro de la muerte ? ¿ Esa seria su manifestación ?
El tiempo transcurrió y recibí curiosas visitas de parientes vivos y parientes muertos, ¿había traspasado una prohibida puerta que nunca debió ser aperturada? O ¿Sería el resultado de mi juvenil demencia ? Los doctores cada vez se sentían mas desesperanzados con mis declaraciones.
Creo que la última vez el anestésico fue muy potente...y ahora estoy en esta angosta caja, con un olor pestilente que me envuelve, y con una blanquecina tela acolchada cubriendo el interior de este presente de los vivos a los muertos...ellos no desean que nosotros regresemos, temen a los muertos, los difuntos tomamos otra forma cuando fallecemos...¡Tenemos otra personalidad!...Alzo mi vista y veo un rostro candoroso observándome con curiosidad y temor; más aún, el miedo también se apodera de mi, ¡No! ¡No! ¡Un brazo cierra la tapa de mi ataúd!
Fin.

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