martes, 26 de agosto de 2008

La advertencia - Paul Muro

 ¿Desde cuándo está así?  preguntó el doctor Gil.
 Desde hace dos semanas, ¿cómo lo encuentra?  preguntó la tía, acerca de la salud del pequeño Juan, de cinco años.
 Esto desafía mis conocimientos médicos, tiene fiebre y pierde muchos líquidos. Para detener esos síntomas, le he aplicado los antibióticos recomendados en estos casos, no obstante la infección no cede, ¿ha comido algo fuera de lo normal?  sonsacó el galeno, profundamente preocupado, se sentía impotente, incapaz de solucionar un problema que podría considerarse común.
 ¿No se puede hacer nada más?  habló doña Rosa, la abuela, que también observaba al menor junto a su cama.
 He hecho todo cuanto ha estado en mis manos, creo que la escasez de recursos nos limita tanto a ustedes como a mi, para mejorar las condiciones del infante, lo siento  dijo el médico notándose resignación en sus palabras.
El silencio habló en la menesterosa habitación de aquella vivienda, mutismo que se prestó para que el doctor hurgara en todo el cuarto, silencio que logró resaltar la miseria de aquellas personas. En el centro de la habitación estaba una enclenque cama de fierro en la cual descansaba el niño, arriba sobre esta, colgado en la pared una imagen religiosa dentro de un marco amarillento, luego a un lado de la cama la abuela sentada en un sillón marrón oscuro, la tía estaba de pie. El facultativo sentado tomándole el pulso al menor, preguntó:
 ¿Y la madre?
 No sabemos dónde esta doctorcito, por lo general sale muy temprano y vuelve de noche...  la vieja disimuló, y sus ojos lastimados de tanto llorar, se constriñeron aún más. El hombre comprendió, no preguntó más.
 Me tengo que ir señoras, espero que mi presencia haya servido de algo, consultaré con mis colegas acerca de este caso  el médico guardaba sus instrumentos en su pequeño maletín , no pierdan las esperanzas, ya verán que todo mejorará.
La tía del menor, la señora Ernestina, acompañó al médico hasta la puerta y se despidió de él, cuando cerró la portón nuevamente la casucha se quedó casi a oscuras, la pequeña ventana no cumplía su cometido de iluminar el recinto, era como si deseara que la pena que se sentía en aquella morada no la supiese nadie.
 ¿Qué hacemos?  dijo Ernestina mirando a la abuela.
 ¡ No lo se ....!  habló la viejecita y ahogó un sollozo.
 ¡ Ella lo advirtió !  manifestó gravemente Ernestina  ella nos dijo que se lo llevarían.
La habitación estaba oscura, doña Rosa por recomendación de su vecina Gricelda estaba zahumando toda la casa, “ahuyenta los malos espíritus”, le había dicho su comadre, mientras hacía esto doña Rosa apretaba fuertemente su rosario, había perdido la cuenta ya de las veces que lo había rezado, la pobreza sólo le dejaba ese camino, ese y el de las hierbas. Don Armando las había visitado ofreciendo sus servicios de curandero, por que según él era brujería, un hechizo muy poderoso, no cobraba nada porque doña Rosa era su comadre, madrina de su hijo mayor y sentía por la familia un gran apreció, de todas formas aquel servicio era mucho más barato que recurrir a un especialista, doña Rosa seguía zahumando, rezando, llorando en silencio, su corazón se estrujaba más y más.
En el aposento de paredes enlucidas con barro, y echada en la única cama, se encontraba Mariana, la pequeña Mariana, Marianita como se le llamaba en el barrio, siempre en una silla de madera producto de una parálisis, ahora postrada en el camastrón, con un intenso dolor en sus piernitas y siempre preguntando por si mejoraría o no, siempre preguntando por su hermana Sorana.
 Dime, mamá, ¿qué dijo don Armando y por qué estas haciendo eso?
 Don Armando, me aseguró que con el remedio que te estoy dando, dentro de poco mejorarás, debes tener paciencia.
 ¡ Ay ! ¡ Ay ! ¡ Mamacita ! ¡ Otra vez me volvieron los dolores ! ¡ Siento como si me golpearan las piernas !
La madre se acercó a la niña y trató de calmarla tocándole el rostro, e inmediatamente se percató de que la frente sudorosa de la chiquilla hervía por la fiebre.
 ¡ Pero si estas volando en fiebre mi nena ! Espera, voy a colocarte unos paños fríos  la vieja dejó un momento a la niña y fue rápidamente hacia la cocina a traer compresas de agua tibia para intentar bajar la fiebre de la menor, y también a preparar el brebaje con las hierbas que le recomendó el curandero; sin embargo los sollozos de la Mariana continuaban y se escuchaban en la cocina; doña Rosa trataba de calmarla, pero...¿quién le brindaría fortaleza a ella?
 ¡ Ahorita voy hija ! ¡ Espera un poco !  hablaba la señora, mientras el agua hervía en aquella tetera, el sonido del agua al cocerse se sumaba a los lamentos de la menor  Debes estar tranquila hija, ya vas a ver como con esta medicina, se recupera tu salud, ya vas a estar mejorcita, ¿si?  habló tiernamente la mujer.
 Mi hermana, ¿dónde esta mi hermana?¿dónde esta Sorana?  preguntó la infante.
 Ha salido, ha salido, ya no te agites más, ya voy a mandar a buscarla, pequeña, ya no hables más que estás débil.
Así pasó la anciana al lado de la niña la hora siguiente, tratando de sosegarla.
La anciana esperó unos minutos más, en donde ni siquiera orando obtuvo quietud, cuando de pronto, abrió la puerta su hija mayor Ernestina, en un momento esa impresión la devolvió del mundo de los pensamientos, a la vez que le devolvió la fe.
 ¿Cómo esta Marianita mamá?
 Sigue igual, no hay mejoría con las hierbas que me recomendó don Armando, no lo sé...  la vieja no sabía como responder  busca donde sea a tu hermana, Sorana debe venir, Marianita pregunta mucho por ella...
 ¿En la hacienda?¿En la hacienda la busco? De seguro esta con él...
 No digas su nombre aquí, la sola mención de esa palabra, nuevamente apestaría esta casa...  dijo terminantemente la señora.
 La traeré mamá, solo déjame encargar mis hijos a la vecina y la busco  Ernestina volvió sobre sus pasos y salió de la casa. Doña Rosa volvió a coger fuertemente su rosario y empezó a rezar con más vehemencia.
Ernestina, se dirigió a la haciendo de los Gilberti, familia de la aristocracia lambayecana, descendientes de italianos, conocidos por sus extravagancias, muchos de sus miembros habían sido acusados de aberraciones sin nombre, y habían amasado gran fortuna producto de esclavizar, y explotar indios, negros y chinos en esta región.
La mujer anduvo un largo trecho por un camino de tierra, rodeado de cañaverales, toda esa inmensa extensión pertenecía a los Gilberti. Luego de una jornada a pie bajo el intenso sol lambayecano, Ernestina se encontraba frente a las rejas que rodeaban la casa - hacienda de los Gilberti. Golpeó la gran puerta de fierro y fue atendida, Gumersindo, el capataz la miró despectivamente y preguntó:
 ¿Qué quieres?¿Qué puedes buscar tu aquí? ¿Solicitas trabajo?
 Se que mi hermana ha sido vista varias veces por aquí  respondió Ernestina.
 ¿Y quién diablos es tu hermana?¿Es mi obligación saberlo?
 Disculpe  dijo entre dientes Ernestina  mi hermana es Sorana Santisteban, ¿la conoce usted?  habló la mujer.
 No
 De mi tamaño, pelo negro y más joven que yo
 ¡ Ah !  una sonrisa irónica se dibujo en su rostro  ¡ Esa !
 ¡ Sólo dígame dónde esta ! ¡Donde la puedo encontrar !  aquel sarcasmo la habían herido en lo más hondo.
 Mira, a mi me esta prohibido dar cualquier información acerca de lo que hacen o lo que no hacen los patrones, dónde están o con quién están, pero deseo ayudarte  siguió sonriendo  puedes preguntarles a los campesinos que ahorita deben estar laborando, ellos están pasando la acequia principal.
 Ahí la buscaré, ¡ miserable !
Ernestina caminó otro largo trecho, y se topó con un grupo de campesinos, a las cuales preguntó por su hermana, los hombres con cierto temor le dijeron que siguiera el sendero hasta los algarrobales; pero que tuviera cuidado.
Inconscientemente, sabía con quien estaba su hermana y por su cabeza pasaba la idea de qué estaba haciendo. Caminó sigilosamente se agazapó entre los espinosos matorrales y observó, a unos metros y cobijados a la sombra de unos algarrobos se hallaba su hermana, completamente ebria danzando alrededor de Adriano Gilberti, a la vez que recitaba extraños cánticos y reía desaforadamente, la escena era grotesca y de una forma extraña intimido a Ernestina.
Pronto Adriano se dio cuenta que lo observaban, Ernestina se hizo visible y gritó:
 ¡ Sorana ! ¡ Sorana ! ¡ Ya vamos a casa !
 ¿Quién eres tu mujer?  expresó con voz fiera Adriano.
 ¡ Soy hermana de Sorana y vengo a llevarla a mi casa, aléjate de ella, usted es una mala persona, es asqueroso !  habló Ernestina, no dejándose intimidar por el señor Gilberti.
 ¡ No te metas en mi vida, déjame aquí !  respondió Sorana, que casi no se podía mantener en pie.
La mujer avanzó y tomó por el brazo a Sorana, estaba decidida a todo, la jaló hacia donde estaba ella tan rápido, que Adriano no pudo tomar a Sorana por el otro brazo, Ernestina corrió y llevó con todas sus fuerzas a su hermana que no paraba de reír histéricamente. Adriano gritó:
 ¡ Mujer, mujer ! ¡ No me irrito si te la llevas o la ocultas, ahora es demasiado tarde, lo que ambicioné ya lo poseo, además ella vendrá otra vez hacia mi ! ¡¿Comprendes?! ¡¿Comprendeees?!
Más fuerte gritaba Adriano, y más rápido Ernestina llevaba a su hermana.
 ¿Qué has tomado?  preguntó Ernestina a su hermana.
 ¡ No lo se ! ja, ja, ja  rió exageradamente Sorana.
 No es alcohol, pero pareciera por tu forma de comportarse que si lo fuera, en fin llegando a la casa te bañas...
 ¿Quién quiere bañarse?  respondió la enajenada mujer.
 ¡ Claro que si ! ¿Sabes? Marianita te quiere ver  Ernestina esperó que con esa afirmación Sorana recupere la cordura.
 ¡ Marianita ! ¡ Marianita !  empezó a sollozar la mujer.
 ¡ Ya tranquilízate ! No te lo dije para que te pusieras así, ya vamos a llegar a casa.
Al llegar a la casita, encontraron a la abuela con los ojos llorosos, quien se alteró aún más cuando vio a su hija en ese estado.
 ¿Qué pasó?  preguntó la abuela.
 La encontré, parece que ha bebido, sin embargo se comporta como una loca, hay que llevarla a darse un baño  sugirió Ernestina.
 Si, será lo mejor  dijo la anciana.
Luego de un par de horas, Sorana se había bañado y estaba descansando, cuando despertó, preguntó por la niña y pidió verla, cuando la vio postrada, empezó a lloriquear.
 No debes llorar, de nada sirve eso  dijo estoicamente la pequeña.
 Hermanita, ¿cómo estás?  preguntó la mujer.
 Mira, ya me falta poco tiempo, lo sé  expresó la mujercita.
 No hables así Marianita  dijo Sorana
 Si, lo sé, pero te llamé porque tengo que decirte algo muy importante, me refiero a tu hijo  habló débilmente la niña, obligando a Sorana a acercarse más.
 ¿Qué pasa con mi hijo?  preguntó angustiada la madre.
 Ese tipo con el que andas, lo conozco, lo he visto, en mis sueños, lo veo  hablaba pausadamente la menor.
 No le hagas caso, Sorana  dijo la vieja , ella tiene mucha fiebre, esta delirando.
 Déjame decir lo que tengo que decir mamá, tengo que advertirle a mi hermana  habló lo más fuertemente posible , mis sueños me revelan muchas cosas, en la noche cuando cierro los ojos veo la figura de ese hombre venir desde muy lejos y toma la mano de tu hijo, coge la mano de Miguelito, juega con él, tu hijo le tiene confianza y se deja guiar; sin embargo lo conduce a la oscuridad. ¡ Y si tu no lo cuidas se lo llevará !  cuando terminó de hablar la mujercita se desvaneció.
A los dos días Mariana murió sumida en intensos dolores en las piernas, y con una fiebre imparable, que la hacía desvariar continuamente, sin embargo dejó una última advertencia para Sorana.
 ¡ Sorana ! ¡ Sorana !  gritó la abuela , tu hermanita quiere verte, esta muriendo, esta muriendo  dijo mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
 ¡ Dime hermanita !  respondió Sorana, a la vez que se acercaba a la cama para que no se esforzara mucho la pequeña.
 ¡ Cuidarte debes de ese Adriano, cuidarte debes de los que lo rodean, todos ellos quieren a tu hijo !  y al decir estas palabras, la niña expiró con un gesto de dolor y la mirada fija en su hermana.
Un día Sorana volvió a desaparecer, dejó solo a su pequeño Miguel, encerrándolo con llave. Doña Rosa reprendió a su descendiente por su conducta y le indicó que mejor era que ella tuviera a su cargo a Miguel, no obstante los cuidados el niño enfermó...
 ¡ Ernestina ! ¡ Ernestina !  grito Doña Rosa a su hija  abre la puerta, debe de ser tu hermana con la medicinas.
Efectivamente, Ernestina al abrir la puerta, vio a su hermana con algunos frascos, y con una expresión de pesadumbre en el rostro.
 ¿Cómo está?  preguntó Sorana.
 Sigue mal, hija, pero ¿qué has traído?  dijo la anciana.
 Estas medicinas me las recomendó el boticario, encontré en el camino al doctor Gil y mencionó que no eran contrapuducentes con el tratamiento que le estaba dando a mi hijo, y a lo mejor detenían la infección y los accesos de fiebre  respondió la mamá de Miguelito.
Las medicinas le fueron administradas al menor, como había indicado el boticario.
Los días pasaron y el vientre del pequeño comenzóse a hinchar a la vez que su fiebre aumentaba, el doctor Gil no encontraba una explicación, ni supo dar un diagnóstico adecuado para aquella afección, se mostró desconcertado, llegó a decir que no había nada más que hacer, sólo esperar.
Sorana vio que la vida de su hijo se iba, y no volvió a salir más de la casa de su madre, trató de olvidar las cosas que había hecho con Adriano Gilberti, intentó borrar a aquel hombre de su mente, pero a menudo cuando sentada en la silla junto a la cama de su hijo, la vencía el sueño, Gilberti aparecía ante sus ojos vestido con un desconocido traje, de extraño color, y le hacía recordar lo que ella juró, lo que ella prometió, la mujer trataba en vano de recordar que era, sin obtener resultados.
Miguel agonizaba, doña Rosa desesperada salió corriendo a buscar al sacerdote para que asista al menor en su hora final, y la hermana mayor, se ausentó a llamar a otros parientes para que de alguna forma ayuden a la familia en ese trance.
Era ya de noche, Sorana se permaneció sola, sumida en un abatimiento que no conocía límites, sollozaba sobre el cuerpo de su hijo, grotescamente hinchado, el pequeño apenas respiraba y de cuando en cuando se quejaba muy quedamente.
De pronto sintió que tocaban muy bajo la puerta, ella se sobresaltó y preguntó quien era, nadie respondió, nuevamente preguntó pero ninguna voz se oyó, la mujer se inquietó, se levantó, caminó unos pasos, trató de subir un poco la mecha de la lámpara para tener más luz, se dirigió a la puerta y la abrió.
 ¡ Buenas noches !  se oyó, apenas si se veía de donde provenía la voz. Sorana se asustó al advertir quien era el individuo que le hablaba.
 ¿Quién eres tu?  preguntó la mujer.
 No me digas que te has olvidado de mi, vengo de parte de Adriano, vengo por la promesa que nos hiciste, ¿si?¿Recuerdas ahora?  quien mantenía esa conversación con la mujer, era “El bufón” un enano camarada de Adriano, nadie conocía su verdadero nombre, nadie sabía nada de él, sólo se le veía en determinadas ocasiones en el pueblo.
 No recuerdo nada, y ¡ lárgate de aquí !  dijo aterrorizada la mujer, que elevó la voz para manifestar valentía. Su resistencia no sirvió de mucho, ya que el enano se escabulló y entró en la casa, la mujer trató de impedírselo, pero aquel ser se dirigió a la habitación de Miguel.
Cuando los vecinos y demás familiares llegaron, encontraron a Sorana, de cuclillas en el suelo, sus brazos tomaban el cuerpo de su hijo en la cama, el pequeño había muerto. Al despertar la mujer, sólo atinó a decir:
 ¡ No pude evitarlo ! ¡ Se lo llevó ! ¡ Se lo llevó !
Fin

No hay comentarios: